inteligencia emocional aplicada

Situaciones difíciles: Cuando la inteligencia emocional hace la diferencia

Desde que los investigadores Peter Salovey y John Mayer introdujeron el concepto de inteligencia emocional en un artículo científico publicado en 1990 y el psicólogo Daniel Goleman lo popularizó cinco años más tarde, el interés por esta capacidad ha crecido en las organizaciones hasta convertirse en una de las aptitudes más apreciadas a la hora de evaluar el desempeño. Según Goleman, es habitual que los candidatos a asumir cargos de responsabilidad tengan todos competencias técnicas y antecedentes laborales de similar valor; por eso, señala, lo que en última instancia define la mejor elección es la inteligencia emocional.

Del dicho al hecho

No es difícil definir la inteligencia emocional: es la capacidad de reconocer adecuadamente las propias emociones y las emociones de los otros, y la habilidad de utilizar la información resultante para promover determinados objetivos. Llevar esta definición a la práctica, en cambio, requiere de una buena dosis de introspección, empatía y autocontrol, pues si nos dejamos llevar por nuestras reacciones espontáneas vamos a quedar atrapados con frecuencia en actitudes que o bien promueven enfrentamientos perjudiciales o bien postergan o evitan todo tipo de confrontación.

Predispuestos desde tiempos ancestrales para dar pelea o huir, a los habitantes de la sofisticada civilización que se expresa en las confortables oficinas de las organizaciones contemporáneas nos sigue costando ponernos a tono con la cultura que hemos creado. La comprendemos y en muchos aspectos la aprobamos. Sin embargo, nuestras emociones no logran adaptarse de un modo cabal a ella y nos llevan, de vez en cuando, a callejones sin salida. Veamos un par de ejemplos de estas situaciones difíciles, tomadas de casos reales, y cómo salir de ellas mediante la inteligencia emocional.

Reconocer un error

Faltaba poco para que terminara la jornada laboral, cuando Gastón advirtió que uno de los empleados a su cargo había cometido un error que le iba a costar a la empresa una suma considerable. Y ya no había manera de remediarlo. Al día siguiente, por la mañana, habría una reunión de los gerentes del área en la que no se iba a tratar el tema. Sin embargo, reflexionaba Gastón, podía ser una buena oportunidad para plantear lo sucedido y dar su versión de los hechos. De lo contrario, el problema iba a trascender de todos modos y probablemente de la peor manera.

Se le ocurrió primero hacer responsable al empleado, opción que descartó de inmediato por desalmada y, además, injusta, pues quien fijaba las pautas sobre cómo trabajar era él. Luego, elaboró un poco más sobre el asunto y concluyó que podía achacar el error a la falta de supervisión de otras áreas y proponer, en consecuencia, un cambio en los procesos. Podía decir: “cometimos un error, pero…” y después del “pero”, que de algún modo invalidaba la admisión de la falta, hacer una propuesta para que se establecieran mecanismos cruzados de control, que consideraba innecesarios salvo para salir del paso.

Llegado este punto, Gastón empezó a registrar sus propias emociones: un miedo desproporcionado por el error cometido y una vergüenza exagerada por no hacer todo bien. Y también reconoció las emociones que iba a generar con su propuesta: el desprecio porque estaba eludiendo la responsabilidad y el resentimiento por intentar involucrar a otros en el problema. Hizo entonces una pausa para despejar dudas y decidió cambiar de estrategia. Iba a admitir el error y a comprometerse a detectar las causas de lo sucedido para que no volviera a ocurrir. Advirtió, además, que al plantear el caso de manera honesta y directa, su reputación saldría fortalecida. Al sentirse seguro y aliviado, le inquietó haber considerado otra posibilidad y se alegró de haber tenido el tiempo necesario para reflexionar.

Desistir del maltrato

Laura era apreciada como jefa. Acababa de cumplir 37, era trabajadora, ordenada, capaz para la planificación y la distribución de tareas, y para tratar y negociar con otros sectores. Además, solía defender los reclamos de los empleados a su cargo cuando los considera justos, y no dudaba en dar apoyo a aquellos que lo necesitaran a causa de una enfermedad o de otra circunstancia adversa. Su principal debilidad salía a la luz cuando se sentía acorralada por plazos perentorios, que temía no poder cumplir. Entonces se dejaba ganar por la ansiedad y se transformaba por completo: daba órdenes a los gritos y perdía la compostura. En esos momentos, no era raro que usara expresiones del tipo “al final no servís para nada” o “no entiendo cómo no te das cuenta de algo tan sencillo como esto”.

Como era ya habitual, las crisis pasaban, el maltrato se transformaba en un mal recuerdo y todo volvía a la normalidad. Así al menos estaban las cosas hasta que entró a trabajar Eduardo, un joven abogado de veintipico, que se sintió a gusto con su rol y su desempeño, hasta que sucedió lo que tarde o temprano iba a pasar: hubo un cuello de botella y Laura perdió el control. Al verla en acción, Eduardo le dijo sin vueltas que se estaba equivocando, que así lograba el menor rendimiento posible de la gente y no el mayor, que era sin duda lo que ella pretendía. “Al gritar de ese modo, todos piensan en el mal momento que están pasando, no en lo que tienen que hacer”, le dijo.

Laura al principio se quedó mirándolo. Después trató de entender qué sentía y comprobó que imaginaba, sin fundamento, una escalada de calamidades, que tenían como punto de inicio la situación presente y desembocaban en la pérdida del trabajo o la quiebra de la empresa. Luego se puso en el lugar de los demás. Era muy probable que en esa atmósfera de nerviosismo y exaltación, las personas perdieran concentración y eficacia. Laura se sentó sin decir palabra. De inmediato, uno de los empleados a su cargo tomó la posta y las cosas pudieron resolverse sin mayores problemas, en calma. Ese día, Laura se dio cuenta de que sus explosiones eran contraproducentes y debían cesar para siempre.

Referencias

Peter Salovey y John D. Mayer, “Emotional Intelligence”, Imagination, Cognition, and Personality, N°9, 1990, pp. 185-211.

Daniel Goleman, Emotional Intelligence, New York, 1995.

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